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Sobre abstinencia, ritual y apatía


Sentía que había estado tomando un poco demasiado en las semanas anteriores—más de lo habitual, que también es un tanto demasiado. Estaba pensando en tomarme unos días, quizás una semana, sin escabio después de Vysmolení (en donde, a propósito, la de superputabombamadre. Gracias a la gente de Černoskotelecký Pivovár por dejarme pasar la noche en la cervecería, como todos los años—y en esta oportunidad por haberme llevado a la cama). La resaca jurásica con la que me levanté al día siguiente hizo que la decisión sea muy fácil.

Para ser sincero, no sé qué era lo que esperaba del intento, pero no fue difícil; para nada. Sí, hubieron momentos en los que tuve ganas de birra, en especial mientras preparaba la cena, pero eran efímeros; como si de repente me diese cuenta de que algo faltaba en el ritual alquímico de transmutar productos e ingredientes en algo mayor a la suma de sus partes, solo para ver que no era tan importante; su ausencia no afectaría el resultado.

Para el tercer día, creo, lo que sentía no era sed ni ganas; era apatía. Mi interés en la cerveza no era mayor al de cualquier otro tema sobre el que me gusta leer. Puede que haya sido un mecanismo de defensa—no podés tener ganas de algo que no te interesa (ayudó también el tener una semana bastante ocupada que no dejó tiempo para ir de bares. Aunque sí pasé por el frente de un par de mis viejos favoritos, sin sentirme tentado a entrar). En todo caso, no estaba contando las horas o días que había pasado sin una gota/hasta que volvería a saborear una cerveza.

Pero no completé la semana. Teníamos un viaje a Ríp planeado para el sábado pasado con las familias de algunos de los compañeritos de clase de mi hija. Estuvo bueno, a pesar de la presencia de demasiados pendejos (más de uno, es demasiado, la verdad).

Luego de haber caminado un par de kilómetros entre campos, desde la estación de tren de Ctiněves, subimos la legendaria colina desde el lado más empinado. Fui el primero en hacer cumbre (suena grandioso, pero son apenas un poco más de 450 m de alto). En la cima, hay una oportunidad perdida que hace las veces de aguadero; un lugar operado por mechupaunhuevistas profesionales que saben que la gente que llega hasta ahí va a comer y tomar cualquier porquería que le vendan (aunque para darles crédito, los precios son más que razonables). Al acercarme, me dije “¡qué mierda!” Había probado ser capaz de pasar varios días sin escabio sin sufrir ninguna consecuencia por ello, y fui a comprar una cerveza. Habría sido un pecado no hacerlo—algunos rituales deben ser observados a pleno.

La cerveza que tienen es Bakalář (quizás porque la consiguen más barata que otras, o porque es la única dispuesta a hacer entregas ahí), servida en vaso de plástico, por supuesto. Luego de esperar pacientemente en la cola, recibí mi velká 11° y encontré un lugar debajo de un árbol para sentarme y disfrutar de mi recompensa.

Una bosta. Los grifos no se ven desde la ventana, pero juzgando por la apariencia de la espuma, mi birra no fue servida de un tirón, y apostaría que una buena era el goteo de otras anteriores por el barril hacía demasiada espuma; todo dispensado desde grifos que dudo sean limpiados con la frecuencia que deberían.

La terminé, tenía mucha sed y necesitaba tomar algo que no sea agua mineral, pero no tuve ganas de tomar otra, en lugar de ello, compré un helado. Sí, era así chota: después de una semana de ni siquiera oler cerveza y de haber caminado varios kilómetros y escalado una colina en el medio de un día cálido y húmedo, no tuve ganas de tomar otra birra.

Pero el día no terminó ahí.

Luego de una simpática situación con el tren de vuelta a Vraňany, en donde habíamos dejado el auto (el tren que estábamos esperando en Vraždov se había roto, pero el maquinista nos vino a buscar con un autobús que nos llevó a otra estación, en donde puso en marcha otro tren para que podamos ir a nuestro destino), el día siguió en la casa de una de las familias del grupo. Cuando paró de llover, fuimos al jardín e hicimos una fogata para asar špekáčky, mientras los purretes jugaban. El anfitrión fue al pub local a buscar cerveza con un par de botellas de plástico. Me ofrecieron un poco, lo acepté con gusto; más por buena educación que por ganas—de nuevo, el ritual. Esta vez se trataba de Svijany Fanda, que estaba bien, pero después de terminar la porción chica que me habían dado, ni se me pasó por la cabeza tomar otra—la apatía se había vuelto a hacer cargo.

Entre entonces (sábado a la noche) y ahora (tardecita del lunes), solo he tomado una de las botellas UzenejŽitnýVideňák (alias Mad Max, la cerveza que Pivovarský Dům elaboró según mi receta, o idea) que hacía 10 días estaban ocupando espacio en la heladera, mientras miraba una película ayer a la noche; casi de manera ritual.

¿Qué es lo que me quedó de todo esto? No sé. No tomar por algunos días está bien—y seguro que mi hígado lo agradece—pero tampoco es motivo alguno de orgullo. A lo mejor, lo que descubrí que, al menos para mí, la cerveza es más que nada una parte de un ritual: cocinar, la cena, una recompensa, un accesorio de una reunión social. Aunque, pensándolo bien, nada nuevo.

Na Zdraví!

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